Ella

A ella no le gusta la noche -el atardecer la pone triste- le dan miedo las cosas que terminan, que llegan a su final, aunque no creo que le sean indiferentes las estrellas -las estrellas y la noche la aman- no podrían no hacerlo su voz blanca y transparente las acompañan en el trayecto.

La noche la ama y ella no le corresponde, le teme a la oscuridad porque todo el paisaje que conoce se vuelve misterioso a la hora de la luna, a veces la noche llora por falta de amor y desconsuelo.

Dice que no lo gusta la noche, yo pienso que es porque ha pasado muchas de ellas sin otra piel que duerma a su lado, que despierte con ella.

Ella lleva como herencia la aversión por la noche.

Cuenta que despierta muchas veces ya a la madrugada y que ese estado vago que no es ni una cosa ni la otra la hacen sentir poderosa, capaz de concretar el sueño más imposible en sus sueños, de cantar la canción jamás cantada, la más sensual, la más bella.

Dice que en las primeras horas de la mañana deambula sonámbula debido a ese tiempo en que no durmió en la madrugada. Que despierta completamente a eso de las once, que se sube a una nube que la pasea por un cielo de corrientes cálidas, de mares verdes, embebiendo su piel de aire y sal.

Bebe un elíxir que –luego de la nube- le completa el espíritu.

Ella cuenta que demora lo más que puede la hora de la cocina, que a las doce se dice que aún son las diez porque quiere alargar lo más posible el paso del tiempo. Ella almuerza cuando el sol se ha pasado mucho de la mitad del cielo.

No duerme la siesta para no perderse ni un poco de esa la luz que necesitará a la madrugada cuando despierte para iluminar sus sueños -ésos los que son allí- siempre posibles.

Aborrece el atardecer, esa hora terrible que le quita todos los días un poco, la vida.

Virginia Lobo