¿Por qué los maridos no besan en la boca?

Ayer estaba en un edificio de oficinas, esperando el ascensor, y cuando se abrió la puerta, había una pareja dentro, besándose. Un largo y sensual beso, que me volvió loca DE ENVIDIA. «¡Degenerados! —murmuré para mis adentros— ¡ya van a ver cuando se casen!» Un auténtico comentario de resentida, de carenciada, de huérfana de ternezas y succiones. Es que yo, lo único que extraño de cuando era soltera (además de la felicidad, la libertad y esas trivialidades) son LOS BESOS.

A partir del instante en que nos casamos, noté que mi marido sólo me besaba cuando no tenía una servilleta a mano...

Como todas las casadas tuve que aceptar que «besar» es algo que se hace con el novio. Con el marido, no. Una vez que el novio se convierte en marido encuentra que el beso es una lata, un trabajo que le hace perder el tiempo después de haberse quitado la ropa. No sé si me explico: el hombre, después de un tiempo de casados, te hace el amor, pero no te besa.

¿Qué es lo que pasa? ¿Acaso una tiene la lepra? ¿Acaso la abandonó su enjuague bucal? ¿Tal vez él tiene miedo de que, al besarla, la princesa con la que se casó se convierta en rana? Mis amigas se quejan de lo mismo. «¿Besar? Ya ni me acuerdo

cómo se hace. Si mi marido llega a intentarlo, seguro que me ahogo, porque no sé cómo hacerlo y respirar al mismo tiempo. »

Así es, amigas. Los hombres no saben cómo tratar a su mujer. Necesita una un gesto tierno y le pellizcan la cola, le está haciendo falta una palabra dulce y le sueltan una obscenidad.

Te les acercás mimosa, buscando ternura y enseguida te manotean una lola. Yo no sé por qué cuando nosotras queremos una cosa, ellos suponen que queremos otra. El encuentro amoroso es corno una maratón. Cuando me doy cuenta, todo terminó, corno si me hubiera pasado un tractor o un tanque Sherman por encima... Y él, satisfecho, me pregunta: «¿Disfrutaste?», mientras yo pienso: «No sé... ¿Por qué? ¿Pasó algo? Debo haberme quedado dormida... » Pero no lo digo para no ofenderlo. No hay preliminares, nada. «Pero ¿no comparten ninguna otra caricia, algún arrumaco?», preguntó mi amiga aliviada al comprobar que padecíamos el mismo déficit de ósculos. «Sí, compartimos los dos minutos previos (que es cuando yo pienso que una vez que todo termine no tengo que olvidarme de sacar la carne del congelador) y los dos minutos posteriores (que es cuando él bosteza y empieza a roncar).» «Entonces... ¿ni un besito?... » «¿Para qué? Si él, como todos los maridos, piensa que besar es una tontería inútil, a menos que las bocas estén totalmente abiertas y las lenguas se encuentren cerca del esófago del otro. Como una especie de ENDOSCOPIA LINGUAL. No entienden que a las mujeres nos excita mucho más la ternura que un órgano del tamaño de esas mangas hidráulicas que se usan para lavar los aviones, o una suave y erótica exploración labial, que la extirpación de nuestras admígdalas de un lengüetazo.»

Un día yo le pedí a mi marido. Sí, le imploré un beso. ¿Y saben qué me contestó? «¿Con esa boca que siempre me solicita plata y me habla mal de mi mamá querés que te bese?»

En realidad, me parece que este tema de besar a la esposa, a los hombres les resulta algo vergonzante, casi feminoide. Ese besuqueo con la madre de sus hijos los hace sentir ridículos.

Y después está el terrible mandato atávico. Ese asunto del hombre «ponedor», que sólo se acerca a una para una cosa. Para mí que eso tiene su origen en la biología. Fíjense ustedes que la mayoría de los machos en el reino animal son criaturas bastante inútiles que sólo sirven para «eso». Es una compulsión. No importa cómo ni con quién, basta que posea un orificio. Por ejemplo, un moscón puede intentar hacerlo con una pasa de uva. Y una mariposa macho, con una hoja que cae. Los sapos y los escuerzos son capaces de aferrarse a una piedra o a un zapato que pasa. La naturaleza los creó para que hagan cualquier cosa con tal de lograr «eso». El hombre no es la excepción. Y a lo mejor, una —que no es un animal— está necesitando otra cosa.

Por lo que pude averiguar, son legión las esposas que, por un beso bien dado, estarían dispuestas a salir por esa puerta (dirija la vista a la salida de emergencia más cercana), y abandonarlo todo para nunca más regresar. Porque EL SEXO SIN BESOS EQUIVALE A UNA VIOLACIÓN. Una se va marchitando de tristeza. Yo al mío llegué a pensar en pagarle, como a las mujeres de la vida, que tienen una tarifa: sin besos tanto, con besos, más.

En cambio, lo que hice fue todo para llamar su atención: tratamientos de belleza, ropa infartante... Pero él siempre lo interpretó como una invitación a la lujuria más salvaje. «Qué linda que estás, vamos al dormitorio.»

Ya desesperada, nuestro último verano en la costa me hice la ahogada para que él me hiciese respiración boca a boca y así poder juntar nuestros labios después de varios siglos. Pero en cuanto vio que me reponía, me dejó ahí tirada con el morro estirado y mi HAMBRE DE BESOS. Y encima, no sé por qué, toda la playa aplaudía.

Finalmente entré en la etapa de la resignación. La Etapa de las Telenovelas. Pero no veía ninguna en especial. Hacía zapping en el televisor, formando una gigantesca secuencia de besos, que miraba embobada. Y también incursioné —para qué negarlo— en cierta actividad bochornosa: las novelitas tipo Corín Tellado. Las escondía en el armario de la limpieza junto a las escobas y los trapos, como los alcohólicos, que esconden las botellas. Terminaron por hartarme. Así que ahora, mi libro de cabecera es Menopausia erótica.

En fin, que como dice una tía mía: «Para una mujer, el primer beso es sólo el fin del principio, en cambio, para el marido, es el principio del fin.»

Fragmento del libro “No seré feliz, pero tengo marido” de Viviana Gomez Torpe.- descarga gratuita en http://www.linksole.com/sn08ip