Rumbo al Santuario Sagrado

Después de haber caminado cuatro días por puros caminos de polvo y piedra, encontrarnos ahora en la selva era una bendición.
Estábamos ya a unos veinte kilometros de la Ciudadela Sagrada. El paisaje resultaba exuberante, avasallador. Cientos de pájaros nos saludaban a los gritos, los árboles nos regalaban su frescura, y las flores nos dejaban ver sus fabulosos vestidos multicolores.
Lo miré a Juan y le pregunté si no creía que así debe de ser el paraíso.
Mi compañero, con la ironía que lo caracteriza, me respondió: -"sin dudas se debe parecer mucho a este lugar, pero para serlo harían falta unas cervezas bien frías."
Pocos minutos pasaron, y -como por arte de magia- en un recodo del camino nos sorprendimos al divisar una casilla de madera de la cual emanaba una música dulzona, como de cumbia. Al acercarnos más vimos las tres letras pintadas de rojo, que -de manera contundente- anunciaban: "BAR".
No hizo falta golpear las manos pues la puerta abierta de par en par nos invitaba generosamente a pasar, y así lo hicimos.
Casi tímidamente, Juan se dirigió a la muchacha que atendía y le dijo -"¿Cerveza tiene?".
La muchacha -luego sabríamos era una india quechua y se llama Erika- señaló con su índice una heladera a kerosenne, diciendo: -"Si. Están ahí, señor, pueden servirse las que quieran."
Nos acomodamos en una mesita al lado de unos lugareños que charlaban y reían suavemente. Apenas nos prestaron atención. Parecían indios también.
La cerveza (que estaba helada) duró lo que dura un suspiro, y ya destapamos otra.
El lugar era increíble y bizarro: almanaques con mujeres desnudas, imágenes de santos, fotos del Santuario Sagrado de los Incas, y banderines del Deportivo Cenciano, ornamentaban el lugar.
La música crecía en intensidad y alegría, y nuestros corazones también.
El lugar se iba poblando de extraños personajes, hombres y mujeres, todos con sonrisas francas.
Encima, al rato apareció César acompañado por otras dos expedicionarias inglesas. Se sumaron a la mesa y conversamos animadamente, pese a que casi no hablaban el castellano, ni nosotros el inglés.
Tras el mostrador, Erika se había soltado el pelo y advertí que le llegaba hasta la cintura. Era hermosa.
En un momento, mientras apuraba su vaso, Juan reconocía que así debe ser el paraíso.
Recordé entonces algo que, en Paraná, me había dicho Alejandro Savino: "si vocé quer, sou tem que pedir".

Nene.