Cerca de la ciudad de Luján -Buenos Aires-, hay un campo con un templo que se utiliza para retiros espirituales y para la práctica Zen.
Cada uno en su carpa, estábamos diseminados en aquel lugar tan amplio y arbolado.
Se había alquilado para hacer allí la Ceremonia de la Cruz del Sur, un ritual tan antiguo que fue bautizado así allá por el siglo XVIII, porque no traía nombre de tan viejo que era.
Después de almorzar, yendo para mi carpita iglú, pude ver parados a unos veinte metros, a Kosen Djimaru, un prestigioso monje Zen, vestido con su kimono tradicional negro-blanco-rojo, en silencio, mirando el horizonte junto a Don Juan Flores, mi maestro peruano que estaba vestido con un imponente poncho blanco.
Me escondí en la carpa para verlos detenidamente y espiarlos sin que me vieran, porque me llamó poderosamente la atención la actitud en la que ellos estaban, estáticos y silenciosos, como maniquíes que alguien los dejó olvidados en el medio del campo.
Chist! Julio! Lo llamé en voz baja apenas asomándome por una ventanita de la carpa.
¿No me diga que es el gran maestro Djimaru el que está con Don Juan?
Si señor, el honorable Kosen llegó ayer de Tokio y quiso conocerlo a Flores. Están así desde las nueve de la mañana, me comentó Julio, el encargado del lugar. No hablan, dijo también sorprendido.
Era ya pasado el mediodía.
De pronto, se mueven al mismo tiempo y sin mediar ninguna palabra se acercan a la casa mayor, y cada uno entra por puertas diferentes.
A Djimaru no lo volveríamos a ver más.
Con ese halo de misterio, siguieron las actividades hasta la tarde cuando Don Juan nos habló, nos enseñó y finalmente: lloró.
Nos quedamos mirándonos entre los que estábamos allí, sin saber qué hacer ni qué decir.
Parecía que una pena muy grande, impersonal, sin tiempo, extra humana, sin principio ni fin, pasó por Él en ese instante. Su esposa Sandra lo acarició y lo abrazó y todos quedamos impactados y desorientados. Terminamos la práctica y otra vez cada uno a su carpa.
Por la noche vino la Ceremonia de La Cruz del Sur.
Y vino Kosuní, un queridísimo Dakota, que había viajado especialmente desde Canadá.
Y vino Don Acevedo, un poderoso curandero sureño.
Y vino el joven Nazareno.
Y en plena Ceremonia fueron llegando de a uno:
La Serie Interminable de Tragedias
El Ultraje y La Muerte de los Seres Queridos
El Accidente Fatal y mi propia Agonía
La Guerra y la Extinción Total en la Tierra
La Guerra Apocalíptica en el Cielo
El Fin de los Tiempos
Y hasta ¡La Pasión de Cristo!
¡Completito!
Según cuentan, Kosuní me decía: ¡Alejandro, Alejandro! ¡Ya pasó, ya pasó…! ¡!¿Alejandro, me escucha?!!, y me tiraba Agua de Kananga. Don Acevedo me sacudía de los hombros gritándome y Nazareno me tomaba el pulso. Sandra rápidamente corrió a traer un balde de agua para vaciarlo sobre mi cabeza…
Sólo un saco de carne quedaba de mí…
Hasta que Don Juan llegó apresurado desde la otra punta del templo y con un chasquido de su boca, me trajo nuevamente al mundo de los vertebrados.
Nazareno me llevó afuera.
Al cabo de unos minutos escuchamos que la Ceremonia se reiniciaba. Nazareno se quedó a cuidarme bajo la noche quieta.
¿Cómo no recordar Luján a cada paso?
¿Cómo no recordar Lujan al afeitarme, al tomar mate, o mirando correr a mis hijos con su perro Max, y a Gabriela, cada día más hermosa, llamándolos para la merienda?
¿Cómo no recordar Luján mirando a Ricardo Fort peleándose con Flavio Mendoza?
¡¿Cómo no recordar Luján?!, si pasa el tiempo… y sigo vivo.
El próximo número seguimos con más yuyos y cuentos del monte. Salud!
Sr. Alejandro