Y voló como lo hacen los pájaros, desplegó sus largos brazos hacia arriba y con el sólo propósito de quererlo, lo logró. Se enredó en mares de oxígeno y hojas, se envolvió en lluvias de colores que lo sostenían, giró cabeza abajo y desde esa perspectiva observó el mundo.
Eligió uno de los árboles del monte y allí se quedó. Sus manos grandes y fuertes se dejaron enamorar por el aroma de los viejos penitentes, de pronto y con gran asombro sintió que la savia de ellos corría por sus venas y que por las ramas de ellos su sangre.
Estaba tan a gusto en ese lugar que pensó que podría ser así toda su vida.
Pensó en cómo había vivido hasta aquí: siempre buscando y ahora encontrando.
Algo dolió en su pecho: se acercaba el momento de tomar una decisión. Decisión que podría devolverle una vida plena de libertad y placer pero sus pies estaban aún muy arraigados a la tierra -no como lo estaban los árboles desde sus raíces, sino como lo están los pies de los humanos a la seguridad y lo conocido-.
Le dio una y otra vuelta a la situación…buscó la manera de ser parte de ese mundo maravilloso y verde sin perder éste otro, sólo que a “éste otro” también lo necesitaba.
No quería soltarse de esos lazos que lo unían al follaje. No quería dejar de pisar la tierra.
Abandonó la lucha contra sus deseos y se dejó acunar por las ramas.
Soñó que era árbol. Se ramificó confundiéndose con él: ya no existía su cuerpo, su cuerpo se había transformado en árbol. Toda su vida pasó delante de sus ojos dormidos durante el tiempo que duró su sueño. Despertó y supo que estaban hermanados y que aunque tuviera que alejarse siempre aquél sería su lugar.
El hombre bajó con sus pies de humano y se despidió amorosamente de su amigo -notó que él soltó una lágrima- avanzó unos pasos, las hojas le tendieron una alfombra que lo acompañaron en su camino. Miró hacia atrás y pensó que tal vez ya no necesitaría volver, llevaba al árbol en su corazón.
Virginia Lobo